El Anillo Prometido......
Lo que en
verdad me hace falta es un fino anillo de graduación porque el amor de Sara
Elisa está dentro de mí, lo siento en mis entrañas, zigzaguea entre ella y yo.
Ella es mi
rosa. Mi suspiro.
No es oro
cochano barato.
Pero para yo
poder conquistarla debo tener un anillo que me haga poderoso y estupendo; que
haga que sus ojos almendrados volteen hacia mí y se queden prendidos a mi
corazón hasta que un dulce verso o la letra de mi canción preferida la
conmuevan y se dé cuenta de que no hay nadie quien la quiera más que yo.
Ese anillo es
mi clave.
Sara Elisa se
va a graduar como yo por lo que el anillo de oro tiene que estar ese día en mi
mano derecha, en mi dedo anular, para que al verlo su pequeña boca se abra como
en el Cine Principal, y diga oooohhh darling o algo así, para que me
tome entre sus manos elegantes y me lleve a bailar en la fiesta de grado hasta
que los dos seamos una sola materia: tibia, ondulante, maravillosa.
La mata de
mamón que queda justo en una esquina de la calle El Semillero es la más alta y
frondosa. Si tomas a la izquierda te vas hacia Los Samanes y si sigues derecho
terminas en el cerro El Corozo.
Cuando carga,
es un árbol deslumbrante. Gajos de la fruta madura cuelgan de todas las ramas y
te invitan a subir. O, si prefieres, que pongas a prueba tu puntería y tu maña.
Desde
principios de mayo Joseíto Maza, Francisco el hijo de doña Filomena, Rafael
Espósito y yo nos reuníamos en el cruce a chupar mamones, todos los días.
Pasábamos
largas horas dando vueltas alrededor de la mata hasta que retumbaba un grito
ensordecedor desde la casa, a la izquierda o derecho: ven a comer, muchacho,
dejen esa mata en paz. A bañarse.
Nuestra
camaradería se suspendía, pero solo por unas cuantas horas porque al día
siguiente, después del liceo nos encontraríamos en la mata, a bregar de nuevo
por los dulcísimos mamones.
Aquella tarde una suave garúa iba y venía.
Parecía que el agua regresaba de nuevo al cielo para volver a caer.
Yo ya tenía
vistos los mamones que aquel día iba a capturar.
Ni a Rafael, ni
a Joseíto Maza le dieron permiso para ir hasta nuestro encuentro en El
Semillero. A la tía de Francisco le dio un patatús y él tuvo que ir a la botica
a comprarle unos remedios; tampoco fue.
Desde el mero
centro del solitario callejón disparé mi primer proyectil y pasó rozando el
nutrido racimo de mamones.
Me armé de paciencia,
junté dos guijarros más y apunté directo al gajo.
Creo que cerré
los ojos cuando lancé la mejor piedra, pero no estoy seguro.
En esas sentí,
súbitamente, un vacío.
Mi mano
derecha, un poco más tiesa que de costumbre, mostraba un cierto nerviosismo.
Algo pasó, dije
para mis adentros, pero no tenía ni la más remota idea de que era aquella
insoportable carencia que sentía dentro de mí.
Hubo, de nuevo,
unas tímidas gotas de lluvia que cayeron aprovechándose de las circunstancias.
Me detuve unos segundos y dije con la boca un tanto encogida: coño, mi anillo.
Un frío muy
brusco me sacudió de pies a cabeza.
Ya no había
ningún anillo de oro en mi dedo.
Me detuve en
seco.
Miré hacia la
mata, nada, bajé el rostro buscando algo brillante en la maleza, nada, me toqué
el bolsillo del pantalón, nada, subí la mirada a ver si mí anillo se había
enganchado a algún mamón de la parte más baja de la mata, nada. Caminé, me
senté, rogué a no sé quién, nada. Pregunté en voz baja, nada, y ahí me quedé,
al borde de la desesperación.
Esa tarde nadie
llamó desde la casa a que fuera a bañarme.
Mi madre,
furibunda, sólo dijo: cómo se te ocurre muchacho’el carajo, bendito sea dios;
esa sortija vale más, mucho más, que unos piches mamones. Yo no sé cómo vas a
hacer, te lo juro, pero conmigo ya no cuentas para más nada, soltó rabiosa y se
fue a acostar.
Francisco, Joseíto Maza, Rafael Espósito, y un
muchachito que llamaban Algarrobo se fajaron como los buenos al día siguiente
después que llegaron del liceo.
Parecían buzos.
Baquianos. Buscadores de entierros.
No dieron con
mi anillo de oro. Se había esfumado.
Rastrillos,
machetes, tijeras para cortar el pasto, una chícura y una pala registraron como
nunca el pie del árbol de mamón, todas mis esperanzas cayeron por un abismo enorme.
La cosecha de
mamones llegó a su fin y el anillo de oro que me abriría el hermoso corazón de
la bella Sara Elisa también se largó.
Sara
Elisa, se casó con un señor de la calle Ayacucho, tuvo tres hijos y se fue a
vivir a Anaco.