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martes, 25 de febrero de 2020

A lo mejor es un cuento.

                    A lo mejor es un cuento.

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                  Carlos Eduardo Daly Gimón




Aquella noche soplaba una brisa fresca, variable, que bajaba por la calle Piar y seguía hacia el Rio Yocoima.

La luna andaba lejos de allí, esquiva, huraña. Prefería sus propias penas.

La gente dormía.

Uno que otro perro ladraba muy de vez en cuando, aunque nadie le hacía caso.

La madrugada, eso dicen, ya se arrimaba por el vecindario.

Silencio. Quietud. Vacío.

El Zambo tenía insomnio, fastidio.

Salió a dar una vuelta.

Caminó hacia la Plaza Bolívar. No vio a nadie y se devolvió por la calle Ricaurte, la que termina en El Pasito.

Pensaba. Recordaba.

Entonces se dio cuenta de que ya casi rozaba el oscuro callejón que lleva directo al río. Lo tenía justo enfrente.

Un aullido. El revuelo de un ave. Zumbidos.

Por allí no se veía nada.

El Zambo sintió un fuerte presentimiento.

Quería regresar.

Tomaría un vaso de leche tibia y contaría hasta ciento y pico antes de dormirse.

En eso un grito desgarrador se oyó a lo lejos.

Una mujer soltaba su inmensa tristeza al aire, su cantico, por los lados más  profundos de la Upata de entonces.  

Parecía un reclamo.

¿De dónde viene?

En su mente no hubo respuesta.

Siguió.

¿Y si no es una mujer?

Es una voz femenina. De madre. De hija. De hermana. No, de hermana no. Madre, hija, repitió.

Ya iba a mitad de la calle, de regreso, cuando de nuevo el grito desconsolado de la mujer retumbó en la oscuridad.

Esta vez más cerca. Próximo.

Sintió que se estremecía y apuró el paso.

Unos cuantos silbidos se oyeron en los alrededores.

Quiso decir algo en voz alta pero su palabra no tenía sentido. No arreglaba nada.

Se subió a la acera, justo frente a la casa de Pedro Riso, y aceleró su andar.

Después seguía la vivienda de doña Eulalia Carrasco, la clínica y un terreno baldío que hace esquina con la calle piar.

Tuvo la sensación de que la voz de mujer se aproximaba y no quiso voltear.

Luego de una pausa muy corta, repentina, un alarido estremecedor le retumbó en la nuca, le sacudió de pies a cabeza.

El Zambo no aguantó el fuerte lamento que le tiró por tierra.

En el suelo, desmayado pero consciente, alcanzó a rozar la puerta de la calle con el pie izquierdo, la empujó con sigilo hasta que dio la impresión de que había logrado cerrarla. Entonces se arrastró hacia adentro como un lagarto herido.

Esperó.

Afuera, en la calle solitaria, unos pasos livianos iban y venían.

Unos susurros muy raros se dejaban oír en el zaguán de la casa.

El Zambo cuenta que ya no recuerda nada más.

Doña Eulalia lo despertó cuando ya el café mañanero inundaba de aromas cada rincón de la modesta vivienda.

Los gallos, muy presumidos, saludaban al día, y su gracia.

La Llorona, eso dice El Zambo, le dio el empujón de la muerte pero no pudo acabarlo. Rematarlo.

Estuvo tan cerca de él; en su temblor, en su agobio, en su desenlace.

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