A lo mejor es un
cuento.
Carlos Eduardo Daly Gimón
Aquella noche soplaba una brisa fresca, variable, que bajaba por la calle Piar y seguía hacia el Rio Yocoima.
Carlos Eduardo Daly Gimón
Aquella noche soplaba una brisa fresca, variable, que bajaba por la calle Piar y seguía hacia el Rio Yocoima.
La
luna andaba lejos de allí, esquiva, huraña. Prefería sus propias penas.
La
gente dormía.
Uno
que otro perro ladraba muy de vez en cuando, aunque nadie le hacía caso.
La
madrugada, eso dicen, ya se arrimaba por el vecindario.
Silencio.
Quietud. Vacío.
El
Zambo tenía insomnio, fastidio.
Salió
a dar una vuelta.
Caminó
hacia la Plaza Bolívar. No vio a nadie y se devolvió por la calle Ricaurte, la
que termina en El Pasito.
Pensaba.
Recordaba.
Entonces
se dio cuenta de que ya casi rozaba el oscuro callejón que lleva directo al
río. Lo tenía justo enfrente.
Un
aullido. El revuelo de un ave. Zumbidos.
Por
allí no se veía nada.
El
Zambo sintió un fuerte presentimiento.
Quería
regresar.
Tomaría
un vaso de leche tibia y contaría hasta ciento y pico antes de dormirse.
En
eso un grito desgarrador se oyó a lo lejos.
Una mujer
soltaba su inmensa tristeza al aire, su cantico, por los lados más profundos de la Upata de entonces.
Parecía
un reclamo.
¿De
dónde viene?
En
su mente no hubo respuesta.
Siguió.
¿Y
si no es una mujer?
Es
una voz femenina. De madre. De hija. De hermana. No, de hermana no. Madre,
hija, repitió.
Ya
iba a mitad de la calle, de regreso, cuando de nuevo el grito desconsolado de
la mujer retumbó en la oscuridad.
Esta
vez más cerca. Próximo.
Sintió
que se estremecía y apuró el paso.
Unos
cuantos silbidos se oyeron en los alrededores.
Quiso
decir algo en voz alta pero su palabra no tenía sentido. No arreglaba nada.
Se
subió a la acera, justo frente a la casa de Pedro Riso, y aceleró su andar.
Después
seguía la vivienda de doña Eulalia Carrasco, la clínica y un terreno baldío que
hace esquina con la calle piar.
Tuvo
la sensación de que la voz de mujer se aproximaba y no quiso voltear.
Luego
de una pausa muy corta, repentina, un alarido estremecedor le retumbó en la
nuca, le sacudió de pies a cabeza.
El
Zambo no aguantó el fuerte lamento que le tiró por tierra.
En
el suelo, desmayado pero consciente, alcanzó a rozar la puerta de la calle con
el pie izquierdo, la empujó con sigilo hasta que dio la impresión de que había
logrado cerrarla. Entonces se arrastró hacia adentro como un lagarto herido.
Esperó.
Afuera,
en la calle solitaria, unos pasos livianos iban y venían.
Unos
susurros muy raros se dejaban oír en el zaguán de la casa.
El
Zambo cuenta que ya no recuerda nada más.
Doña
Eulalia lo despertó cuando ya el café mañanero inundaba de aromas cada rincón
de la modesta vivienda.
Los
gallos, muy presumidos, saludaban al día, y su gracia.
La
Llorona, eso dice El Zambo, le dio el empujón de la muerte pero no pudo
acabarlo. Rematarlo.
Estuvo
tan cerca de él; en su temblor, en su agobio, en su desenlace.
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