Camino a La Argentina.
Carlos Eduardo Daly Gimón
En las noches más oscuras de mi pueblo hay unos seres solitarios que deambulan por el mundo de las tinieblas y el desaliento.
Son almas de muertos.
Espíritus que vagan sin cesar mientras esperan, pacientemente, el perdón de Dios.
Una vieja camioneta pick-up verde oscuro tiene prisa y apura el paso por la larga carretera de tierra que lleva a La Argentina.
La noche es fresca; un poco húmeda.
<Puede caer un chaparrón en cualquier momento, estamos en temporada de lluvias>; dice el señor Rafael con la miranda puesta en los pastizales, y vuelve a acelerar.
Mirna va a su lado callada y serena.
Hace rato dijo que quería una buena taza de café y dejó eso así: <Cuando lleguemos a casa>, advirtió en voz baja.
Mientras la camioneta avanza en medio del estruendo de tuercas y parafangos al que nos tiene acostumbrados, pienso para mis adentros que vamos bien, sí, siempre es así; cuando de golpe, desde las sombras, siento un celaje detrás de nosotros de algo que se mueve en medio de la espesura.
Volteo y creo ver a un hombre que corre hacia la camioneta
Da la impresión de que aquel sujeto se aproxima más y más al vehículo.
No tiene rostro ni brazos, lleva el torso desnudo, pantalones blancos al tobillo, un delgado mecate sujeta su cintura, calza unas alpargatas rotas, muy sucias, y no dice nada, nada de nada; es mudo.
Siento mucho miedo.
La sorprendente criatura se acerca a pocos metros de la camioneta, parece que nos alcanza, y luego se aleja.
Me quedó paralizado por unos cuantos minutos sin saber qué hacer.
Estoy a punto de llamar a Mirna y al señor Rafael cuando miro hacia atrás, y, asombrado, me doy cuenta de que la extraña cosa se vuelve una luz muy pequeña, mínima, y poco a poco se esfuma entre los matorrales.
Mis manos tiemblan, quiero gritar pero no me sale nada, y entonces me quedo así, hundido en una desconcertante soledad.
Al poco rato una fina garúa humedece él camino y obliga al señor Rafael a detener la camioneta, <te vas a mojar, muchacho>, para que vaya a la cabina principal.
<Qué tienes, mi amor> pregunta Mirna cuando ve mi rostro pálido y agitado.
Entonces le cuento lo del aparecido que nos persiguió en medio de la oscuridad de la sabana; un muerto angustiado que asusta a la gente. <No sé qué es eso pero me dejó impresionado, casi me desmayo> digo mientras hago un gran esfuerzo por contener el llanto.
<Agustin Parasco es un hombre muy bueno, mi amor>, suelta con cierta dulzura en su voz la querida Mirna.
<Parasco es nuestra ánima misericordiosa> agrega el señor Rafael pausadamente, y se aferra con más fuerza al volante de la vieja camioneta.
<Sí, mi amor>, insiste Mirna, <él siempre te ayuda sin pedir nada a cambio, una vela, quizás, un rezo, a lo mejor; pero es un ser tan generoso que siempre te echa una mano en tu dolor, siempre> y se le siente cada vez más intensa y esperanzada.
<Nosotros queremos ayudarlo a salir del purgatorio, a que llegue al perdón eterno> dice el señor Rafael como si se tratara de una promesa a los santos.
Yo por mi parte no sé qué pensar.
Si Agustín Parasco es eso que dicen Mirna y el señor Rafael, entonces porqué nos siguió en una parte del camino?
<Si les soy sincero>, digo, <aquello fue más que nada la persecución de un ser desesperado que quiere algo y uno no sabe que es >.
<Tú tienes razón muchacho, pero déjame contarte la verdad. Agustín Parasco tiene muchos años sufriendo de abandono y tristeza porque cuando lo mataron, allá por la época de la dictadura de Gomez, nadie se ocupó de enterrarlo y su cadáver quedó tirado bajo un chaparro hasta que pasó un pelotón de soldados, y, por órdenes del capitán, abrieron una tumba en el campo y lo echaron ahí con una cruz hecha de madera y unas cuantas florecitas que recogieron en el monte, ¿tiene o no sus razones para pedir ayuda?> pregunta Mirna.
<Sí>, agrega el señor Rafael, <él se quedó a la deriva en el purgatorio, y nosotros queremos ayudarlo. Tenemos ese deber con su alma para que termine tanto sufrimiento y pueda descansar en paz>, y se queda callado.
Son casi las diez de la noche.
La camioneta pick-up verde oscuro salta entre huecos y zanjas llenos de agua hasta que llegamos, después del puente, al riachuelo Las Terecayas.
<Bueno, mi amor, por si se te vuelve a acercar el ánima misericordiosa de Agustín Parasco>, dice Mirna con una cierta picardía, <y para que no te dé tanto miedo, mañana mismo te vamos a llevar a su templo en las afueras de Altagracia para que conozcas su mundo, su creación ¿verdad Rafael?>, y sin esperar respuesta señala con su mano izquierda hacia unas pequeñas colinas; son las luces de La Argentina que brillan a los lejos.
Cuando llegamos a la capilla de Altagracia el día siguiente, yo llevaba una idea entre ceja y ceja: Voy a conocer a Agustin Parasco. Pero estaba muy equivocado. Ni él ni su alma estaban por ahí. Sólo había unos cuantos creyentes que venían a su culto y salvación, tres perros criollos, y unas cayenas rosadas que daban la bienvenida a los recién llegados. Ah, y un fuerte olor a cementerio.
Al entrar, hay una tablilla blanca que tiene escrito: la muerte no es otra cosa que un símbolo de la vida que se representa en el altar ofrecido a los difuntos. No entendí nada.
El altar de la capilla de Parasco está al fondo, a la derecha. Allí se distingue, entre varias figuras de barro y unas ofrendas esotéricas, un retrato en acuarela de Agustín Parasco: es un tipo con cara de peón que lleva unos enormes bigotes, ojos pequeñísimos y un inmenso sombrero pelo e guama que todo lo disfraza.
Le falta encanto, y, probablemente, cierto arrebato.
En el otro rincón del altar, un busto dorado aguarda: es él mismo pero en yeso. Esta vez parece un miliciano cualquiera. Un recluta.
El templo de Parasco está lleno de las huellas que han dejado sus innumerables milagros desde hace ya tiempo. Promesas cumplidas, placas, agradecimientos y presentes llenan las paredes de arriba a abajo. Son el lenguaje de la devoción.
Para mi sorpresa, y la de cualquiera que vaya de visita a la modesta iglesia, a ras de piso, está su tumba.
No hay ningún cadáver por los alrededores, o al menos eso parece.
Pregunto al señor Rafael si allí están guardados los restos del ánima y no hay respuesta. Mirna se acerca a encenderle una vela y se aleja de nosotros. Confundido, busco algo que me diga que fue de la vida del hombre que vivió hace ya muchos años pero no, no queda nada más que su gran sufrimiento, su larguísima penitencia.
De pie, ante su sepultura, me viene a la cabeza la idea de que lo que hay por allí es más que todo un mundo perturbador; extraño y resbaladizo.
Puede que este sea el hogar de una esencia divina, la casa de un elegido o, simplemente, un vulgar engaño.
No lo sé, nadie lo sabe.
En la puerta de salida, una anciana muy humilde me regala una estampita con la letanía de siempre: el juicio final ya viene.
Salgo de la capilla de Parasco convencido de que el señor Rafael y Mirna tienen razón.
Esto es todo lo que encuentras cuando te acercas a él.
Su misterio.
Su gloria infinita.
Y me quedan tantas dudas.
Porque antes de llegar al cielo Agustin Parasco ya tiene listo su templo, su santuario; y los miles de creyentes que le rezan y lo adoran.
¿Se le dará el perdón eterno para que deje, por fin, el purgatorio?
¡Quién sabe!
Mientras tanto, puede que una noche cualquiera te lo encuentres por los escabrosos caminos que llevan a La Argentina.
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