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domingo, 8 de noviembre de 2020

Camino a La Argentina.

 Camino a La Argentina. 

TRAS EL HORIZONTE, EL INFINITO | galiciaunica                        

 

 

         Carlos Eduardo Daly Gimón

 

 

      En las noches más oscuras de mi pueblo hay unos seres solitarios que deambulan por el mundo de las tinieblas y el desaliento.

Son almas de muertos.

Espíritus que vagan sin cesar mientras esperan, pacientemente, el perdón de Dios.

 

 

Una vieja camioneta pick-up verde oscuro tiene prisa y apura el paso por la larga carretera de tierra que lleva a La Argentina.

La noche es fresca; un poco húmeda.

<Puede caer un chaparrón en cualquier momento, estamos en temporada de lluvias>; dice el señor Rafael con la miranda puesta en los pastizales, y vuelve a acelerar.

Mirna va a su lado callada y serena.

Hace rato dijo que quería una buena taza de café y dejó eso así: <Cuando lleguemos a casa>, advirtió en voz baja.

Mientras la camioneta avanza en medio del estruendo de tuercas y parafangos al que nos tiene  acostumbrados, pienso para mis adentros que vamos bien, sí, siempre es así; cuando de golpe, desde las sombras, siento un celaje detrás de nosotros de algo que se mueve en medio de la espesura.

Volteo y creo ver a un hombre que corre hacia la camioneta

Da la impresión de que aquel sujeto se aproxima más y más al vehículo.

No tiene rostro ni brazos, lleva el torso desnudo, pantalones blancos al tobillo, un delgado mecate sujeta su cintura, calza unas alpargatas rotas, muy sucias, y no dice nada, nada de nada; es mudo.

Siento mucho miedo.

La sorprendente criatura se acerca a pocos metros de la camioneta, parece que nos alcanza, y luego se aleja.

Me quedó paralizado por unos cuantos minutos sin saber qué hacer.

Estoy a punto de llamar a Mirna y al señor Rafael cuando miro hacia atrás, y, asombrado, me doy cuenta de que la extraña cosa se vuelve una luz muy pequeña, mínima, y poco a poco se esfuma entre los matorrales.

Mis manos tiemblan, quiero gritar pero no me sale nada, y entonces me quedo así, hundido en una desconcertante soledad.

 

                           

Al poco rato una fina garúa humedece él camino y obliga al señor Rafael a detener la camioneta, <te vas a mojar, muchacho>, para que vaya a la cabina principal.

<Qué tienes, mi amor> pregunta Mirna cuando ve mi rostro pálido y agitado.

Entonces le cuento lo del aparecido que nos persiguió en medio de la oscuridad de la sabana; un muerto angustiado que asusta a la gente. <No sé qué es eso pero me dejó impresionado, casi me desmayo> digo mientras hago un gran esfuerzo por contener el llanto.

<Agustin Parasco es un hombre muy bueno, mi amor>, suelta con  cierta dulzura en su voz la querida Mirna.

<Parasco es nuestra ánima misericordiosa> agrega el señor Rafael pausadamente, y se aferra con más fuerza al volante de la vieja camioneta. 

<Sí, mi amor>, insiste Mirna, <él siempre te ayuda sin pedir nada a cambio, una vela, quizás, un rezo, a lo mejor; pero es un ser tan generoso que siempre te echa una mano en tu dolor, siempre> y se le siente cada vez más intensa y esperanzada.

<Nosotros queremos ayudarlo a salir del purgatorio, a que llegue al perdón eterno> dice el señor Rafael como si se tratara de una promesa a los santos.

Yo por mi parte no sé qué pensar.

Si Agustín Parasco es eso que dicen Mirna y el señor Rafael, entonces porqué nos siguió en una parte del camino?

<Si les soy sincero>, digo, <aquello fue más que nada la persecución de un ser desesperado que quiere algo y uno no sabe que es >.

<Tú tienes razón muchacho, pero déjame contarte la verdad. Agustín Parasco tiene muchos años sufriendo de abandono y tristeza porque cuando lo mataron, allá por la época de la dictadura de Gomez, nadie se ocupó de enterrarlo y su cadáver quedó tirado bajo un chaparro hasta que pasó un pelotón de soldados, y, por órdenes del capitán, abrieron una tumba en el campo y lo echaron ahí con una cruz hecha de madera y unas cuantas florecitas que recogieron en el monte, ¿tiene o no sus razones para pedir ayuda?> pregunta Mirna.

<Sí>, agrega el señor Rafael, <él se quedó a la deriva en el purgatorio, y nosotros queremos ayudarlo. Tenemos ese deber con su alma para que termine tanto sufrimiento y pueda descansar en paz>, y se queda callado.

Son casi las diez de la noche.

La camioneta pick-up verde oscuro salta entre huecos y zanjas llenos de agua hasta que llegamos, después del puente, al riachuelo Las Terecayas.

<Bueno, mi amor, por si se te vuelve a acercar el ánima misericordiosa de Agustín Parasco>, dice Mirna con una cierta picardía, <y para que no te dé tanto miedo, mañana mismo te vamos a llevar a su templo en las afueras de Altagracia para que conozcas su mundo, su creación ¿verdad Rafael?>, y sin esperar respuesta señala con su mano izquierda hacia unas pequeñas colinas; son las luces de La Argentina que brillan a los lejos.

 

 

Cuando llegamos a la capilla de Altagracia el día siguiente, yo llevaba una idea entre ceja y ceja: Voy a conocer a Agustin Parasco. Pero estaba muy equivocado. Ni él ni su alma estaban por ahí. Sólo había unos cuantos creyentes que venían a su culto y salvación, tres perros criollos, y unas cayenas rosadas que daban la bienvenida a los recién llegados. Ah, y un fuerte olor a cementerio.

Al entrar, hay una tablilla blanca que tiene escrito: la muerte no es otra cosa que un símbolo de la vida que se representa en el altar ofrecido a los difuntos.  No entendí nada.

El altar de la capilla de Parasco está al fondo, a la derecha. Allí se distingue, entre varias figuras de barro y unas ofrendas esotéricas, un retrato en acuarela de Agustín Parasco: es un tipo con cara de peón que lleva unos enormes bigotes, ojos pequeñísimos y un inmenso sombrero pelo e guama que todo lo disfraza.

Le falta encanto, y, probablemente, cierto arrebato. 

En el otro rincón del altar, un busto dorado aguarda: es él mismo pero en yeso. Esta vez parece un miliciano cualquiera. Un recluta.

El templo de Parasco está lleno de las huellas que han dejado sus innumerables milagros desde hace ya tiempo. Promesas cumplidas, placas, agradecimientos y presentes llenan las paredes de arriba a abajo. Son el lenguaje de la devoción.

Para mi sorpresa, y la de cualquiera que vaya de visita a la modesta iglesia, a ras de piso, está su tumba.

No hay ningún cadáver por los alrededores, o al menos eso parece.

Pregunto al señor Rafael si allí están guardados los restos del ánima y no hay respuesta. Mirna se acerca a encenderle una vela y se aleja de nosotros. Confundido, busco algo que me diga que fue de la vida del hombre que vivió hace ya muchos años pero no, no queda nada más que su gran sufrimiento, su larguísima penitencia.

De pie, ante su sepultura, me viene a la cabeza la idea de que lo que hay por allí es más que todo un mundo perturbador; extraño y resbaladizo.

Puede que este sea el hogar de una esencia divina, la casa de un elegido o, simplemente, un vulgar engaño.

No lo sé, nadie lo sabe.

En la puerta de salida, una anciana muy humilde me regala una estampita con la letanía de siempre: el juicio final ya viene.

Salgo de la capilla de Parasco convencido de que el señor Rafael y Mirna tienen razón.

Esto es todo lo que encuentras cuando te acercas a él.

Su misterio.

Su gloria infinita.

Y me quedan tantas dudas.

Porque antes de llegar al cielo Agustin Parasco ya tiene listo su templo, su santuario; y los miles de creyentes que le rezan y lo adoran.

¿Se le dará el perdón eterno para que deje, por fin, el purgatorio?

¡Quién sabe!

Mientras tanto, puede que una noche cualquiera te lo encuentres por los escabrosos caminos que llevan a La Argentina.

miércoles, 29 de abril de 2020

El robo del puente María Nieves.





     El robo del Puente María Nieves.



Robo del siglo en China: 998 kilogramos de lingotes de oro ...






    
                 Carlos Eduardo Daly Gimón                             





A esa hora de la mañana, la misa aún no comienza.

Huele a incienso en los pasillos de la iglesia.

Misia Marisela, doña Olguita y la señora Odalis, arrodilladas, rezan y cuchichean como todos los presentes. Ya se olvidaron de la fritanga de empanadas que siempre les deja un sabor dulzón, untuoso, antes de entrar al templo. 

De golpe, escaleras abajo, grita el niño de pantalones anaranjados; nadie sabe porque.

Cerca de allí, muy serio, Samuel Cleibert Rosas se mete la mano en el bolsillo y acaricia unas cuantas monedas que lleva desde que compró un toronto en el kiosco de Luisito García.

Está impaciente. ¿Quién no?

Iba a saludar a Rafael Abner de Manzanillo pero recordó de nuevo su sueño dominicano: “¡Necesito esa plata, carajo! “

La plata, él lo sabe, está en la réplica del Puente María Nieves.

“Con eso pago hasta el mar de las Antillas completico; a ver si me entiendes”.

Sólo piensa en eso.

Llega el cura.

La feligresía camina hacia el interior de la iglesia; van recogidos, íntimos, ensimismados.

Todos entran menos el doctor Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito. Tiene que ir a la Gracia del Mar, a unas cinco cuadras de allí, a platicar con Roque y Masalvio sobre lo que hay que hacer con el  Puente María Nieves.



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En la Gracia del Mar tres tipos en bermudas, despeinados, juegan dominó. El dueño, un portugués hincha del Real Madrid, atiende la barra junto a su mujer Nerina y a una muchacha de Boca del Río. Roque y Masalvio se sentaron en un rincón de la tasca a esperar por la llegada del doctor.

Son las doce y cuarenta y cinco del mediodía.

La conversación es breve porque nadie por allí confía en el otro. “Doctor, ese puente en oro macizo es un negoción. Eso ya lo hablamos. A nosotros lo que nos interesa es que nos traiga el Puente María Nieves, más n’a. Acérquelo hasta el taller de la Joyería y se lo convertimos en un lingote amarillito mi doctor, lo demás es pan comido. Se vende rapidito y le depositamos la plata en su cuenta bancaria, o si usted prefiere se la transferimos fuera; como guste mi doctor”. Esto lo dijo Masalvio porque Roque guardó un silencio hostil hasta que habló: “Son 3 kilos de oro de 18 kilates; una boloña. Con eso se pasa un año entero en Santo Domingo a todo trapo, igual en Puerto Rico, y otros seis meses en Kingston si es que le da la perra gana, y todavía le queda para rematar en Margarita”, finalizó Roque con mucho dominio sobre sí mismo.

Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, escuchó con cierta malicia.

Titubeó un poco al reparar en el brinco nervioso de un gato manchado, atigrado, que corrió hacia afuera y se fue ¡Mierda! dijo.



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Llega el punto que de verdad le trae las ideas como un revoltijo: “¿Quién saca la réplica del Puente María Nieves del Museo Diocesano de la Virgen del Valle? Dígame: ¿quién? ”

Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, pensó en Ovidio Pereira, un policía retirado de Juan Griego. También recordó que en la Procuraduría trabó amistad con un mensajero que le hacía los mandados a los tribunales, Perucho, pero lo descartó por tonto. Le dio muchas vueltas hasta que decidió él mismo llevar a cabo el robo, el que con el tiempo sería considerado el más necio de todos los que se han cometido en la Isla de Margarita ¡Por el amor de Dios!

                       

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El jueves por la tarde, mientras mucha gente andaba de siesta, Samuel Cleibert Rosas tomó la reliquia del Museo Diocesano de Nuestra Señora del Valle, la envolvió en un plástico transparente con burbujas, la amarró con cabuya, le pidió a Natividad, su secretaria, que llamara a la Coordinadora del Salón de los Milagros y se sentó a esperarla.

“Oiga bien, señora” soltó con un tono más bien mandón.

Y siguió.

“Hay que hacerle unas cuantas reparaciones en la base de la estructura al Puente María Nieves; más una limpieza a fondo. Por eso estará esta semana fuera. Luego se le colocará en el mismo armario de siempre para que nuestro querido público, devotos, creyentes de la santa virgencita “, dijo, “ puedan admirarla de nuevo. Usted”, dirigiéndose a la Coordinadora, “¿confirma que eso es lo que se está haciendo con el Puente María Nieves a partir de este momento, y que yo soy el responsable de la réplica hasta que todo haya terminado? ”

La Coordinadora dio su consentimiento sin más detalles: “si, doctor”.

Entró Natividad a la oficina y le gustó lo que vió: “yo también mi doctor, y si quiere lo acompaño a esa diligencia en el centro de Porlamar; todo sea por nuestra adorada madrecita “. Así terminó la sencilla ceremonia. El doctor Rosas se llevó la réplica del Puente María Nieves en su Trail Blazer marrón claro hasta la calle Charaima de Porlamar. Tenía, en ese ir y venir, un aire demagogo, grave, sospechoso.



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Dos semanas más tarde, en la plazoleta de la Basílica Menor, Doña Olguita le dijo: “ese puente tiene su historia doctor Samuel. Mi hermano pagó una promesa que le hizo a la Protectora de Margarita con esa pieza de oro puro. Como ingeniero le pidieron que construyera un puente sobre el mismísimo Río Apure. Fue algo importante para la época. Francisco Rafael le cogió tanto cariño a esa obra, doctor, pero cuando pasó a cobrar sus reales la cosa se puso color de hormiga. El gobernador de Apure le dijo que no podía pagarle esa deuda y Francisco Rafael tuvo que ir al ministerio en caracas. Allí lo ruletearon de oficina en oficina hasta que consiguió un alma piadosa; dios le hizo ese milagro “, sentenció Doña Olguita con la mirada perdida en el firmamento. “Le pagaron a los pocos días, doctor. Mi hermano juró que haría una réplica en oro como agradecimiento, y la donaría al museo de la Diócesis de Margarita porque él es devoto de la Virgen, y, fíjese usted, cumplió su palabra. La pagó de su propio bolsillo, doctor. Qué gran hombre era mi hermano Francisco Rafael, Dios lo tenga en la gloria, entre los suyos “. Doña Olguita sacó un pañuelo blanco de la cartera, y se secó sus diminutos ojos enrojecidos de tanto llanto. Saludó al párroco que se despedía de sus fieles, “la bendición padre”, se persignó de nuevo y volvió con Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito.

“Cuando enfermó”, siguió Doña Olguita, “él me pidió que le mostrara la réplica del puente a la familia entera, uno a uno, que le contara de los sinsabores que le toco vivir en San Fernando y lo que era su más grande veneración al espíritu de la Virgen del Valle. Esa fue mi promesa para él, doctor Samuel.

Al menos un día a la semana llevo al Museo de la Diócesis a algún primo, un ahijado o a los nietos a mostrarles el Puente María Nieves; hasta que ocurrió esta desgracia.

Es lo peor que nos puede haber pasado.

Por eso fui con el señor Obispo y el Vicario de la Diócesis a la comisaría de Porlamar, a denunciar a los fariseos que nos arrebataron esa creación de la divina Patrona de Oriente.

Eso lo hago, doctor, por la memoria de Francisco Rafael, con la venia del todopoderoso”, y se despidió con un beso en la mejilla. “Ayúdenos con eso doctor Samuel, Nuestra Señora del Valle se lo agradecerá”.



                               ªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªªª



Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, funcionario de la Curia Diocesana, fiel cristiano, murió de una amibiasis sangrante severa en un calabozo de la policía de La Asunción.

Lo condenaron por hurto, agavillamiento, daños al patrimonio histórico y asociación para delinquir.

El lamento que más se le oyó decir horas antes de su muerte fue: Merengue ripiao, Mangú y bizcocho, Cundi Macundi, Cundillé.















miércoles, 11 de marzo de 2020

Agua para el Amor.



                                                                        AGUA PARA EL AMOR.


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                   Carlos Eduardo Daly Gimón
    


El Babandí es un gran misterio en la vida de la gente de Upata.

Nadie sabe qué pasó con esa agua mágica, nutritiva, que poco a poco se perdió por las calles del pueblo y quedó como una sencilla anécdota de nuestros antepasados.

Bueno, eso dicen.

Lo que si es cierto es que el Babandí no es una fruta, ni tampoco tiene que ver con el dulce canto que baja de las montañas.

No es una danza a la luz de la luna.

Ni siquiera se le encuentra entre los mantecos y guayabitas que, orondos, se pasean por el Valle de Campanario.

El Babandí es más que todo un néctar para el amor.

El amor físico; concupiscente; cálido y glorioso.

Para que a los hombres nunca les falte el arrebato de los años mozos. Menos aún a la mujer.

Porque para que haya Babandí tienen que bajar desde Copapuicito unas raíces vibrantes, magnificas, que  se  lavan en el patio de la casa y  luego se sumergen en el licor blanco, quisquilloso, que les da una furia formidable; limpia y juguetona.

Y sólo entonces llega su fragancia infinita, sublime.

El Babandí huele, en fin de cuentas, a junco de laguna; a carato de moriche; o, puede que sí, a una flor blanquecina que crece en sitios húmedos con demasiadas hormigas.

                               Agua viva de la eterna primavera.



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La única verdad que conozco me la contó el León de Guacarapo.

Aquella tarde en que me lo encontré en la calle ayacucho llevaba un saco repleto de Babandí. Venía de la represa de Copapuicito, allá arriba, dijo señalando hacia el cielo como si llegar hasta el antiguo embalse de Upata fuera una tarea cicóplea, colosal. Se quitó el sombrero de cogollo que siempre lleva cuando va a sus cosas más importantes: tengo bastantes matas Zambito, dijo. El saco  de raíces sucias se recostó a su pierna derecha, y allí se quedó como una mansa mascota.

A esa hora de la tarde él sol se disimula entre los mangos de la casa de doña Estilita. Una brisa callejera aligera el calor húmedo y lluvioso. Pasa a mi lado él Goyito sin decir palabra. Detrás de nosotros, justo en la esquina, la tienda del turco Walid tiene oferta de vestidos de talla muy grande. Se escuchan cascos de burros, una paraulata que trina, ladridos de perros perezosos, el clamor de una madre preocupada por la maestra de su hijo. Puede que estemos a finales de agosto.

Hey León, dijo Hermenegildo, un viejo conuquero de La Caramuca: conseguistes bastante de la milagrosa? y sin esperar respuesta siguió su camino.

En ese momento, el León se me acercó para hablarme a sólo centímetros de la cara como si cualquier descuido pudiera significar para él un fatal error. Zambito, esta vaina es muy arrecha, dijo. Metió su mano en el bolsillo del pantalón de kaki  y sacó un frasco de ron blanco con una etiqueta azul oscuro. Lo acarició y por momentos pareció que iba a tragárselo de un sólo tirón pero se detuvo, lo miró y se lo llevó de nuevo al bolsillo.

Te voy a decir una vaina Zambito, aquí entre nosotros: El Babandí es lo mejor que hay para que estés bien con tu mujer. Te tomas un trago corto en ayuna, otro después de comer en la noche, y al cabo de tres días andas ansioso, muy alborotado. No falla, Zambito.

El León de Guacarapo da la impresión de que algo bueno se trae entre manos.

Parece cuidadoso y prudente.

Su rostro arrugado, seco, no deja de recordar que viene de una vida de rapiña: es un maleante de larga trayectoria, pícaro, borracho, vicioso y maltratador. Todo el mundo en Upata lo conoce. Ya no tiene nada más que esconder. En la Comisaría su celda está lista para cada vez que llega con su hamaca al hombro a pagar sus fechorías.

Cómprame un frasco, Zambito, para que veas lo que es bueno.

Pero si tengo veintisiete años, León.

No importa Zambito, esto es para cualquier edad.

Mira lo que te digo: hay gente que me lo pide semanas antes de que lo baje de Copapuicito porque saben que yo tengo el mejor. Cómo es que se dice? Afrodisíaco. Sí, eso es Zambito.

Unos italianos de Ciudad Bolívar, prosigue, me lo arrancan de la mano y hasta se lo mandan a familiares y amigos en la capital. Ellos saben que esto es candela pura. Si tú vas a una farmacia no encuentras nada igual. Unas pastillitas que no te sirven ni para un empujoncito. Cómo no, mi pana; el Babandí es lo mejor que hay para las hembras de Upata. Una vaina que los indios nos dejaron para que a nadie le falle la fuerza. Nada de eso. El Babandí te excita; y bueno, ya tú sabes, Zambito.



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El último novio de La Corocora fue Etienne Lézarde, un francés de Guadalupe que vino a buscar fortuna; a florecer en las tierras del sur.

Etienne era delgado, más bien chiquito, trigueño y cincuentón.

Un charlatán muy atrevido dispuesto a todo por el corazón de La Corocora.

Pero pronto se dio cuenta de que La Corocora no era una mujer fácil.

Y para seducirla se apoyó en Reinaldo Gomez, Juan Vicente Espósito, Chiripa Dominguez  y en Berenice Malavé, una viuda prima hermana de Reinaldo; con los que organizó unas sabrosas veladas en su pequeña  granja de Los Rosos.

Los miércoles por la tarde, en la finca de Etienne se armaba la rumba con aguardiente y güisqui barato, cachapa con cochino frito de pasapalo; y mucho se hablaba del agua noble, embrujadora, que era el cuento que más entretenía a los aburridos vecinos de la Villa del Yocoima.  

No, no, no; eso es una monumental mentira.

Los negros de Martinique nada tuvieron que ver con el Babandi, mon frere, decía Etienne Lézarde mirando a Juan Vicente mientras aspiraba su humeante pipa.

Ellos vinieron a finales del siglo XIX y se fueron directamente a las minas de oro de El Callao; ninguno paró en esta hermosa Villa.

Don Carlos César Castro Gruber se equivocó.

Él fue un hombre muy culto, casado con Doña Eufemita Daly, pero se confundió con eso de que es de las Antillas Menores que viene el Babandí. No, monsieur Castro Gruber. En lo absoluto. No estoy de acuerdo.

El mañoso caribeño luce un tanto irritado.

Chiripa Dominguez lo observa. Pocas veces había visto a un isleño  tan necio. Tranquilo viejo, le dice.

Etienne aclara su voz con un trago de ron muy cargado y sigue.

Es una gran verdad que el Babandí llegó a oídos de gente de otros  países. Tengo en mi poder recortes de prensa de El Universal, La Religión, y hasta en él El Cojo Ilustrado salió, de la visita que hizo a Caracas el representante de la firma “Recherches Tropicales S.A.”, en la persona de Adjevi  Haxaire, y de los muchos detalles que pidió a las autoridades sobre el mismísimo Babandi. En Guinea Ecuatorial tenemos las mejores condiciones para venderlo, y estamos dispuestos a pagar su precio, declaró el avispado comerciante que llegó desde Africa negra.

Pero, puntualizaba Etienne, al cabo de dos semanas en Upata, a Adjevi le echaron ceniza en la bebida en una de las tantas borracheras en la Cueva del Oso, y se lo llevaron preso porque en medio de la gritería que armó no se le entendía nada. Adjevi desapareció y nunca más se supo si seguía con la idea de sacarle provecho al afamado Babandí, o si fue un simple estafador.

No hay Babandi en la piedra de Santa María.

De dónde han sacado eso ? Juro qué es un chisme muy malo, insiste el francés ligeramente borracho.

Todo se confunde; mesdames y monsieurs.

No hay agua por allí.

Yopos y matas de copey abundan en la zona pero Babandí no hay.

Y no niego que Rómulo Gallegos puede haber dicho algo en sus novelas, pero eso de que se da el Babandí en la Piedra de Santa María es pura habladuría.

Otro engaño que se ha dejado correr entre la gente de este pueblo, es que hubo un tal Antonio Lecuna Bejarano de Valencia que se robó la fórmula del Babandi, y se hizo rico.

Esto me pone de mal humor, señores, decía con una voz grave, fingida.

El amigo  Lecuna fue dueño de una botica de poca categoría en Caja de Agua, no lejos del centro de Valencia, y allí murió con bastante humildad; y ahora vienen a decirme que se convirtió en millonario. Nunca en la vida, ustedes me entienden, insistía el francés-guadalupeño; jamás pudo ese caballero explotar el Babandi en el centro del país; cómo se les ocurre.

A veces me disgusta tanta bellaquería, y apretaba con la palma de la mano la pipa a punto de apagarse.

Son chismes muy malos, repite.

Pendejadas se puede decir Berenice?  y enseguida sonríe.

Fíjate que en Guadalupe le decimos Ragot, sí, con una sola palabra para que no haya ninguna duda.

Toma aliento, prueba un bocado de cochino frito y suelta: Lo que si tengo que dejar muy claro es que el que tuvo más puntería en esto del Babandí fue el Léon.

Y deletrea, muy lentamente, el León porque al francés caribeño le cuesta mucho pronunciar Guacarapo, y menos aún León de Guacarapo de una sola vez.  Es un difícil trabalenguas para él.

El León me insistió en la Foca de Capulina, en que el Babandí tenía sus días contados si nadie se pone a sembrarlo como tiene que ser. Hay que plantar el Babandi, carajo.

La Corocora lo escuchaba cautivada, casi derretida, y Etienne aprovechaba para soltar una fuerte humareda que oscurecía él ambiente y luego se iba.

A mí nunca se me olvidará que esa noche, en la Foca de Capulina, el León me agarró por el brazo y muy serio me dijo: el Babandí nos lo regaló esta tierra sagrada, y ella misma se lo llevará, musiú  ¡Dígalo ahí!

Etienne Lezarde vivió muchos años en Upata pero nunca llegó a casarse con La Corocora porque según y que se dio cuenta de que él Babandí no servía para nada; es una gran mamadera de gallo, sentenciaba, triste e indignado.





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