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lunes, 29 de noviembre de 2021

Un toro en el mar.

 

 Un Toro en el mar.

 

 

 

 Diego Silveti y otro «Mar de Nubes» se encuentran hoy en La México

 

 

           Carlos Eduardo Daly Gimón

 

Este es un relato sobre la lucha a muerte entre un precioso miura que nunca existió y un torero gallego en alta mar.

Uno puede imaginarse que aquel hermoso toro negro era una bestia inmensa, colérica, peligrosa como pocas.

Que bramaba, pitaba como un demonio, que era un animal sanguinario.

Pero, tengo que confesarlo, yo nunca pude verlo en carne y hueso porque aquel miura zaíno sólo existió en la cabeza de Lucas Domingo Sanjurjo. Y allí sigue.

La lucha a muerte tampoco se dio.

Todo fue mentira.

Su delirio.

Un lío del que él nunca pudo escapar.

 

<Tú no sirves para banderillero, tío, y menos para ayudante de espadas; olvídate de eso >.

Eso me dolió y mucho, chaval.

Mi sueño, carajo, es ser un gran matador.

Así lo dijo.

Y como nunca pudo torear ni siquiera una vaquilla en una capea de caserío se volvió un tipo callado, de pocas palabras.

<Marino es lo que te toca>, le dijo el otro burlonamente, <hasta que el cuerpo aguante, tío>.

Por eso es que cuando llegó a sus oídos lo de mesonero en un barco de carga refunfuñó algo entre dientes, a por la mar vamos parece que dijo, y se embarcó quince días después.

Allí fue que me lo encontré.

Sólo y silencioso.

Él me esperó a la entrada de lo que era su vivienda desde hacía unos largos años, y cuando le vi por primera vez pensé que jamás seríamos amigos.

Pero estaba equivocado.

<Hola, chaval> soltó como con fastidio y me invitó a entrar.

Se sentó en el borde de la litera.  <Estoy molido, carajo>, dijo, y se fue a lavar las manos.

<Te gusta la música española, chaval?> pregunta desde un rincón de la minúscula habitación.

<Claro, Lucas>, contesté.

Sin esperar mucho se agacha, extrae un diminuto tocadiscos portátil del mueble que está debajo del lavamanos, limpia un poco la tapa y enseguida lo enciende.

El Camarote 54 se alegra.

Los pasodobles más típicos de España resuenan por todas partes; < y por el lado B hay más todavía, chaval>.

Enseguida se pone de pie, y, con una voz exageradamente ronca, canturrea:

<La española cuando besa es que besa de verdad, y a ninguna le interesa besar con frivolidad. El beso, el beso, el beso en España ……>.

Lucas Domingo añora esos besos.

Porque ahora él sólo tiene la soledad del mar que se ve desde el Camarote 54; azulado, perenne, convulso.

Por eso canta.

A veces.

En esas se levanta a voltear él disco, y luego se acerca a la litera que está pegada a la pared. Quita la sábana con un brusco movimiento y en un dos por tres la convierte en un delgado capote.

Es justo el momento de la gran corrida.

De ahí en adelante lo que hay en el Camarote 54 es un toro zaíno bravo, muy bravo, que ataca, y si te descuidas te clava el asta por el costado en medio del griterío ensordecedor del público que aplaude y festeja desde lo más alto de las gradas. 

Pero claro, no hay desfile en traje de luces, ni aficionados amontonados; la banda taurina guarda silencio.

La plaza de toros del Camarote 54 es, por momentos, un encuentro casi familiar.

A Lucas Domingo Sanjurjo eso le importa muy poco, lo suyo es el animal que tiene enfrente y al que no le quita la vista por nada del mundo.

Es la vida ante la muerte.

El peligro y el miedo.

Mira hacia los lados y no ve al picador ni a su banderillero de confianza. No hay caballos de lidia por ahí, y eso le tranquiliza.

<En esta corrida nunca hay nada que lamentar, chaval>, dice un tanto engreído.

<Olé, olé y olé>, suelta de nuevo Lucas Domingo Sanjurjo.

Entonces fija toda su atención en los ojos del hermoso animal: <toro cabrón> grita a viva voz, retrocede tres pasos por si acaso, y parece que va a decir algo pero prefiere avanzar de nuevo hasta que casi roza la cara de la bestia; se detiene, piensa, se yergue todo lo que puede, hace la seña de rigor para que le preparen la estocada final y baja el capote. 

La lidia termina sin pena ni gloria.

<Es hora de irnos a dormir, chaval, mañana hay que currar>.

Como cada noche, hoy no se le dará la vuelta al ruedo, no habrá palmas, vítores, nadie gritará desde la tribuna <bravo majo, tú si eres un macho de verdad, un varón, y ole>.

Él y yo sabemos, eso sí, que mañana también habrá corrida.

Lucas Domingo Sanjurjo guarda el tocadiscos, vuelve a colocar la sábana en la litera, y se deja ir con una vacilante sonrisa que poco a poco se diluye en la inmensidad del mar.

                                 

sábado, 6 de marzo de 2021

El disparo.

    El Disparo.         Vicios y debilidades: Disparo al corazón 

Carlos 

Eduardo

Daly 

Gimón                                                            

                        

                        (Uno)

 

Una bala calibre 22 entró en la cabeza de Charli Antonio

el catorce de enero de dos mil siete.

Embistió muy cerca del ojo izquierdo y por allí se fue.

 

 

                                                                                     (Dos)

Corran, corran que quedó ciego, coño, gritó el vecino.

                         

                  (Tres)

Déjenlo tranquilo. Él puede vivir así, dijo, solemne, el doctor de guardia.

 

                   (Cuatro)

 

Con ese trozo de plomo en el cuerpo,

Charli Antonio llegó a hombre, y se casó

con una muchacha sordomuda que tenía

una hija adolescente.

 

    (Cinco)

      

           Fue un amor callado, pícaro, confuso.

                               

                               (Seis)               

                

Un día de noviembre de dos mil doce él se apartó.

                              Ella también se fue con su hija ya mujer.

                                              No había más de que hablar.  

 

                                                  (Siete)

  

               Charli Antonio es ahora un tipo muy frío, serio, demasiado meticuloso.

 

                                                    (Ocho)

             

                               La bala, dicen, y que le arruinó el corazón.

 

 

 

                                            ………………..

domingo, 8 de noviembre de 2020

Camino a La Argentina.

 Camino a La Argentina. 

TRAS EL HORIZONTE, EL INFINITO | galiciaunica                        

 

 

         Carlos Eduardo Daly Gimón

 

 

      En las noches más oscuras de mi pueblo hay unos seres solitarios que deambulan por el mundo de las tinieblas y el desaliento.

Son almas de muertos.

Espíritus que vagan sin cesar mientras esperan, pacientemente, el perdón de Dios.

 

 

Una vieja camioneta pick-up verde oscuro tiene prisa y apura el paso por la larga carretera de tierra que lleva a La Argentina.

La noche es fresca; un poco húmeda.

<Puede caer un chaparrón en cualquier momento, estamos en temporada de lluvias>; dice el señor Rafael con la miranda puesta en los pastizales, y vuelve a acelerar.

Mirna va a su lado callada y serena.

Hace rato dijo que quería una buena taza de café y dejó eso así: <Cuando lleguemos a casa>, advirtió en voz baja.

Mientras la camioneta avanza en medio del estruendo de tuercas y parafangos al que nos tiene  acostumbrados, pienso para mis adentros que vamos bien, sí, siempre es así; cuando de golpe, desde las sombras, siento un celaje detrás de nosotros de algo que se mueve en medio de la espesura.

Volteo y creo ver a un hombre que corre hacia la camioneta

Da la impresión de que aquel sujeto se aproxima más y más al vehículo.

No tiene rostro ni brazos, lleva el torso desnudo, pantalones blancos al tobillo, un delgado mecate sujeta su cintura, calza unas alpargatas rotas, muy sucias, y no dice nada, nada de nada; es mudo.

Siento mucho miedo.

La sorprendente criatura se acerca a pocos metros de la camioneta, parece que nos alcanza, y luego se aleja.

Me quedó paralizado por unos cuantos minutos sin saber qué hacer.

Estoy a punto de llamar a Mirna y al señor Rafael cuando miro hacia atrás, y, asombrado, me doy cuenta de que la extraña cosa se vuelve una luz muy pequeña, mínima, y poco a poco se esfuma entre los matorrales.

Mis manos tiemblan, quiero gritar pero no me sale nada, y entonces me quedo así, hundido en una desconcertante soledad.

 

                           

Al poco rato una fina garúa humedece él camino y obliga al señor Rafael a detener la camioneta, <te vas a mojar, muchacho>, para que vaya a la cabina principal.

<Qué tienes, mi amor> pregunta Mirna cuando ve mi rostro pálido y agitado.

Entonces le cuento lo del aparecido que nos persiguió en medio de la oscuridad de la sabana; un muerto angustiado que asusta a la gente. <No sé qué es eso pero me dejó impresionado, casi me desmayo> digo mientras hago un gran esfuerzo por contener el llanto.

<Agustin Parasco es un hombre muy bueno, mi amor>, suelta con  cierta dulzura en su voz la querida Mirna.

<Parasco es nuestra ánima misericordiosa> agrega el señor Rafael pausadamente, y se aferra con más fuerza al volante de la vieja camioneta. 

<Sí, mi amor>, insiste Mirna, <él siempre te ayuda sin pedir nada a cambio, una vela, quizás, un rezo, a lo mejor; pero es un ser tan generoso que siempre te echa una mano en tu dolor, siempre> y se le siente cada vez más intensa y esperanzada.

<Nosotros queremos ayudarlo a salir del purgatorio, a que llegue al perdón eterno> dice el señor Rafael como si se tratara de una promesa a los santos.

Yo por mi parte no sé qué pensar.

Si Agustín Parasco es eso que dicen Mirna y el señor Rafael, entonces porqué nos siguió en una parte del camino?

<Si les soy sincero>, digo, <aquello fue más que nada la persecución de un ser desesperado que quiere algo y uno no sabe que es >.

<Tú tienes razón muchacho, pero déjame contarte la verdad. Agustín Parasco tiene muchos años sufriendo de abandono y tristeza porque cuando lo mataron, allá por la época de la dictadura de Gomez, nadie se ocupó de enterrarlo y su cadáver quedó tirado bajo un chaparro hasta que pasó un pelotón de soldados, y, por órdenes del capitán, abrieron una tumba en el campo y lo echaron ahí con una cruz hecha de madera y unas cuantas florecitas que recogieron en el monte, ¿tiene o no sus razones para pedir ayuda?> pregunta Mirna.

<Sí>, agrega el señor Rafael, <él se quedó a la deriva en el purgatorio, y nosotros queremos ayudarlo. Tenemos ese deber con su alma para que termine tanto sufrimiento y pueda descansar en paz>, y se queda callado.

Son casi las diez de la noche.

La camioneta pick-up verde oscuro salta entre huecos y zanjas llenos de agua hasta que llegamos, después del puente, al riachuelo Las Terecayas.

<Bueno, mi amor, por si se te vuelve a acercar el ánima misericordiosa de Agustín Parasco>, dice Mirna con una cierta picardía, <y para que no te dé tanto miedo, mañana mismo te vamos a llevar a su templo en las afueras de Altagracia para que conozcas su mundo, su creación ¿verdad Rafael?>, y sin esperar respuesta señala con su mano izquierda hacia unas pequeñas colinas; son las luces de La Argentina que brillan a los lejos.

 

 

Cuando llegamos a la capilla de Altagracia el día siguiente, yo llevaba una idea entre ceja y ceja: Voy a conocer a Agustin Parasco. Pero estaba muy equivocado. Ni él ni su alma estaban por ahí. Sólo había unos cuantos creyentes que venían a su culto y salvación, tres perros criollos, y unas cayenas rosadas que daban la bienvenida a los recién llegados. Ah, y un fuerte olor a cementerio.

Al entrar, hay una tablilla blanca que tiene escrito: la muerte no es otra cosa que un símbolo de la vida que se representa en el altar ofrecido a los difuntos.  No entendí nada.

El altar de la capilla de Parasco está al fondo, a la derecha. Allí se distingue, entre varias figuras de barro y unas ofrendas esotéricas, un retrato en acuarela de Agustín Parasco: es un tipo con cara de peón que lleva unos enormes bigotes, ojos pequeñísimos y un inmenso sombrero pelo e guama que todo lo disfraza.

Le falta encanto, y, probablemente, cierto arrebato. 

En el otro rincón del altar, un busto dorado aguarda: es él mismo pero en yeso. Esta vez parece un miliciano cualquiera. Un recluta.

El templo de Parasco está lleno de las huellas que han dejado sus innumerables milagros desde hace ya tiempo. Promesas cumplidas, placas, agradecimientos y presentes llenan las paredes de arriba a abajo. Son el lenguaje de la devoción.

Para mi sorpresa, y la de cualquiera que vaya de visita a la modesta iglesia, a ras de piso, está su tumba.

No hay ningún cadáver por los alrededores, o al menos eso parece.

Pregunto al señor Rafael si allí están guardados los restos del ánima y no hay respuesta. Mirna se acerca a encenderle una vela y se aleja de nosotros. Confundido, busco algo que me diga que fue de la vida del hombre que vivió hace ya muchos años pero no, no queda nada más que su gran sufrimiento, su larguísima penitencia.

De pie, ante su sepultura, me viene a la cabeza la idea de que lo que hay por allí es más que todo un mundo perturbador; extraño y resbaladizo.

Puede que este sea el hogar de una esencia divina, la casa de un elegido o, simplemente, un vulgar engaño.

No lo sé, nadie lo sabe.

En la puerta de salida, una anciana muy humilde me regala una estampita con la letanía de siempre: el juicio final ya viene.

Salgo de la capilla de Parasco convencido de que el señor Rafael y Mirna tienen razón.

Esto es todo lo que encuentras cuando te acercas a él.

Su misterio.

Su gloria infinita.

Y me quedan tantas dudas.

Porque antes de llegar al cielo Agustin Parasco ya tiene listo su templo, su santuario; y los miles de creyentes que le rezan y lo adoran.

¿Se le dará el perdón eterno para que deje, por fin, el purgatorio?

¡Quién sabe!

Mientras tanto, puede que una noche cualquiera te lo encuentres por los escabrosos caminos que llevan a La Argentina.

miércoles, 29 de abril de 2020

El robo del puente María Nieves.





     El robo del Puente María Nieves.



Robo del siglo en China: 998 kilogramos de lingotes de oro ...






    
                 Carlos Eduardo Daly Gimón                             





A esa hora de la mañana, la misa aún no comienza.

Huele a incienso en los pasillos de la iglesia.

Misia Marisela, doña Olguita y la señora Odalis, arrodilladas, rezan y cuchichean como todos los presentes. Ya se olvidaron de la fritanga de empanadas que siempre les deja un sabor dulzón, untuoso, antes de entrar al templo. 

De golpe, escaleras abajo, grita el niño de pantalones anaranjados; nadie sabe porque.

Cerca de allí, muy serio, Samuel Cleibert Rosas se mete la mano en el bolsillo y acaricia unas cuantas monedas que lleva desde que compró un toronto en el kiosco de Luisito García.

Está impaciente. ¿Quién no?

Iba a saludar a Rafael Abner de Manzanillo pero recordó de nuevo su sueño dominicano: “¡Necesito esa plata, carajo! “

La plata, él lo sabe, está en la réplica del Puente María Nieves.

“Con eso pago hasta el mar de las Antillas completico; a ver si me entiendes”.

Sólo piensa en eso.

Llega el cura.

La feligresía camina hacia el interior de la iglesia; van recogidos, íntimos, ensimismados.

Todos entran menos el doctor Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito. Tiene que ir a la Gracia del Mar, a unas cinco cuadras de allí, a platicar con Roque y Masalvio sobre lo que hay que hacer con el  Puente María Nieves.



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En la Gracia del Mar tres tipos en bermudas, despeinados, juegan dominó. El dueño, un portugués hincha del Real Madrid, atiende la barra junto a su mujer Nerina y a una muchacha de Boca del Río. Roque y Masalvio se sentaron en un rincón de la tasca a esperar por la llegada del doctor.

Son las doce y cuarenta y cinco del mediodía.

La conversación es breve porque nadie por allí confía en el otro. “Doctor, ese puente en oro macizo es un negoción. Eso ya lo hablamos. A nosotros lo que nos interesa es que nos traiga el Puente María Nieves, más n’a. Acérquelo hasta el taller de la Joyería y se lo convertimos en un lingote amarillito mi doctor, lo demás es pan comido. Se vende rapidito y le depositamos la plata en su cuenta bancaria, o si usted prefiere se la transferimos fuera; como guste mi doctor”. Esto lo dijo Masalvio porque Roque guardó un silencio hostil hasta que habló: “Son 3 kilos de oro de 18 kilates; una boloña. Con eso se pasa un año entero en Santo Domingo a todo trapo, igual en Puerto Rico, y otros seis meses en Kingston si es que le da la perra gana, y todavía le queda para rematar en Margarita”, finalizó Roque con mucho dominio sobre sí mismo.

Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, escuchó con cierta malicia.

Titubeó un poco al reparar en el brinco nervioso de un gato manchado, atigrado, que corrió hacia afuera y se fue ¡Mierda! dijo.



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Llega el punto que de verdad le trae las ideas como un revoltijo: “¿Quién saca la réplica del Puente María Nieves del Museo Diocesano de la Virgen del Valle? Dígame: ¿quién? ”

Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, pensó en Ovidio Pereira, un policía retirado de Juan Griego. También recordó que en la Procuraduría trabó amistad con un mensajero que le hacía los mandados a los tribunales, Perucho, pero lo descartó por tonto. Le dio muchas vueltas hasta que decidió él mismo llevar a cabo el robo, el que con el tiempo sería considerado el más necio de todos los que se han cometido en la Isla de Margarita ¡Por el amor de Dios!

                       

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El jueves por la tarde, mientras mucha gente andaba de siesta, Samuel Cleibert Rosas tomó la reliquia del Museo Diocesano de Nuestra Señora del Valle, la envolvió en un plástico transparente con burbujas, la amarró con cabuya, le pidió a Natividad, su secretaria, que llamara a la Coordinadora del Salón de los Milagros y se sentó a esperarla.

“Oiga bien, señora” soltó con un tono más bien mandón.

Y siguió.

“Hay que hacerle unas cuantas reparaciones en la base de la estructura al Puente María Nieves; más una limpieza a fondo. Por eso estará esta semana fuera. Luego se le colocará en el mismo armario de siempre para que nuestro querido público, devotos, creyentes de la santa virgencita “, dijo, “ puedan admirarla de nuevo. Usted”, dirigiéndose a la Coordinadora, “¿confirma que eso es lo que se está haciendo con el Puente María Nieves a partir de este momento, y que yo soy el responsable de la réplica hasta que todo haya terminado? ”

La Coordinadora dio su consentimiento sin más detalles: “si, doctor”.

Entró Natividad a la oficina y le gustó lo que vió: “yo también mi doctor, y si quiere lo acompaño a esa diligencia en el centro de Porlamar; todo sea por nuestra adorada madrecita “. Así terminó la sencilla ceremonia. El doctor Rosas se llevó la réplica del Puente María Nieves en su Trail Blazer marrón claro hasta la calle Charaima de Porlamar. Tenía, en ese ir y venir, un aire demagogo, grave, sospechoso.



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Dos semanas más tarde, en la plazoleta de la Basílica Menor, Doña Olguita le dijo: “ese puente tiene su historia doctor Samuel. Mi hermano pagó una promesa que le hizo a la Protectora de Margarita con esa pieza de oro puro. Como ingeniero le pidieron que construyera un puente sobre el mismísimo Río Apure. Fue algo importante para la época. Francisco Rafael le cogió tanto cariño a esa obra, doctor, pero cuando pasó a cobrar sus reales la cosa se puso color de hormiga. El gobernador de Apure le dijo que no podía pagarle esa deuda y Francisco Rafael tuvo que ir al ministerio en caracas. Allí lo ruletearon de oficina en oficina hasta que consiguió un alma piadosa; dios le hizo ese milagro “, sentenció Doña Olguita con la mirada perdida en el firmamento. “Le pagaron a los pocos días, doctor. Mi hermano juró que haría una réplica en oro como agradecimiento, y la donaría al museo de la Diócesis de Margarita porque él es devoto de la Virgen, y, fíjese usted, cumplió su palabra. La pagó de su propio bolsillo, doctor. Qué gran hombre era mi hermano Francisco Rafael, Dios lo tenga en la gloria, entre los suyos “. Doña Olguita sacó un pañuelo blanco de la cartera, y se secó sus diminutos ojos enrojecidos de tanto llanto. Saludó al párroco que se despedía de sus fieles, “la bendición padre”, se persignó de nuevo y volvió con Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito.

“Cuando enfermó”, siguió Doña Olguita, “él me pidió que le mostrara la réplica del puente a la familia entera, uno a uno, que le contara de los sinsabores que le toco vivir en San Fernando y lo que era su más grande veneración al espíritu de la Virgen del Valle. Esa fue mi promesa para él, doctor Samuel.

Al menos un día a la semana llevo al Museo de la Diócesis a algún primo, un ahijado o a los nietos a mostrarles el Puente María Nieves; hasta que ocurrió esta desgracia.

Es lo peor que nos puede haber pasado.

Por eso fui con el señor Obispo y el Vicario de la Diócesis a la comisaría de Porlamar, a denunciar a los fariseos que nos arrebataron esa creación de la divina Patrona de Oriente.

Eso lo hago, doctor, por la memoria de Francisco Rafael, con la venia del todopoderoso”, y se despidió con un beso en la mejilla. “Ayúdenos con eso doctor Samuel, Nuestra Señora del Valle se lo agradecerá”.



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Samuel Cleibert Rosas, de Guayacancito, funcionario de la Curia Diocesana, fiel cristiano, murió de una amibiasis sangrante severa en un calabozo de la policía de La Asunción.

Lo condenaron por hurto, agavillamiento, daños al patrimonio histórico y asociación para delinquir.

El lamento que más se le oyó decir horas antes de su muerte fue: Merengue ripiao, Mangú y bizcocho, Cundi Macundi, Cundillé.















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Caracas, Estado Miranda, Venezuela